“En este mundo líquido es necesario hablar nuevamente del corazón, apuntar hacia allí donde cada persona, de toda clase y condición, hace su síntesis; allí donde los seres concretos tienen la fuente y la raíz de todas sus demás potencias, convicciones, pasiones, elecciones.” recientemente el Papa Francisco en su encíclica Dilexit Nos, invitaba a volver al corazón y nos planteaba “frente al propio misterio personal, quizás la pregunta más decisiva que cada uno podría hacerse es: ¿tengo corazón?”.
Pero qué significa volver al corazón y, más aún, cómo podemos responder a esa pregunta, pues sentimos al corazón latir todos los días. El corazón nos mueve, nos agita y nos reconforta, sin embargo, salvando las distancias, agregaría una pregunta a la provocación de Francisco: En los tiempos que corren, en los cuales los financiamientos se ven mermados, en los que las guerras y crisis parecen ser más intensas con el uso de nuevos recursos y tecnologías de exterminio, en estos tiempos en los que el hambre ajena nos suena extraña y la democracia parece ser un cromo de cambio en la plaza de los sábados.
¿Cómo mantener el corazón? ¿Es posible resistirse a la corriente? ¿Realmente con nuestro trabajo somos capaces de incidir, en al menos algo, de las realidades en las que intervenimos?
La verdad es que no lo sé, pero encuentro en la esperanza un modo de estar, un modo de enfrentarme a esas preguntas. Luego de mi vuelta a Venezuela en enero, me encontré un país con una esperanza herida, un país entero que ha perdido la credibilidad en sus instituciones. En ese contexto, pude preguntarme ¿Qué se puede hacer aquí?
He encontrado que aún herida, la esperanza sigue caminando y nos sigue impulsando hacia adelante. En este contexto, hay gente que está soñando con escuelas en las fronteras físicas y sociales, hay quien aun herido es capaz de pensar en cómo hacer para que las niñas y niños de Fe y Alegría Venezuela puedan seguir teniendo el comedor escolar. Permítanme ponerles un par de ejemplos:
En la frontera entre Venezuela y Colombia, dentro de lo más alto de la Guajira venezolana, Fe y Alegría sigue apostando por la educación de los más vulnerables. Esta escuela, compuesta por adolescentes de la etnia Wayuu, se encuentra en un territorio semidesértico, antiguamente se encontraba dentro de una base militar de las Fuerzas Armadas Venezolanas, sin embargo, hace unos años fue trasladada al poblado de Cojoro. En una infraestructura abandonada por el Estado, renace la Unidad Educativa Ramón Paz Ipuana. Sin techos en las aulas, con calores que pueden rozar los 40 grados y con solo un techo entretejido de palma realizado por los docentes, madres y padres de la comunidad. Tienen que imaginarse el sol al mediodía que abrasa, potenciado por una brisa cálida. Sin embargo, la esperanza renace en aquel lugar remoto en el cual los docentes tienen que dormir en hamacas en una choza dentro de la escuela, pues muchos no son de allí. Gracias al proyecto financiado por ECHO se ha podido ejecutar la construcción del techo de uno de los módulos de aula, al recibir la imagen que nos envían, en el equipo de proyectos de Fe y Alegría Venezuela estalla una alegría inmensa, la alegría de que el esfuerzo que se pone día a día desde la escuela, las oficinas regionales y la oficina nacional, vale la pena, que contribuye en dignificar la educación de un país que se va rompiendo de a poco.
Por otro lado, un internado enclavado en los andes venezolanos que mira desde su balcón y con humildad picos de más de cuatro mil metros de altura, el Bolívar, Espejo, Bonpland y Humboldt. Un espacio verde que habitan grandes extensiones de pinos y fresnos, con potreros de pasto para el ganado, talleres de metal-mecánica, madera, textil, entre otras cosas. El colegio atiende a más de 400 jóvenes que viven en el colegio y se forman para el bachiller técnico. Esta escuela, cumple 50 años sirviendo al país, ha educado generaciones de jóvenes de los cuales conozco muchos y son grandes personas. 50 años puede parecer mucho o poco según se vea, pero para una escuela que apuesta día a día por la educación de los más vulnerables, que se ha enfrentado a distintos momentos históricos y en la cual fue rector Velaz, se ha vestido de fiesta para abrazar el medio siglo de historia. Ahí, como en muchas otras de las escuelas del movimiento, se trabaja día a día esa esperanza, se siembran los sueños de una generación que le ha tocado vivir una de las crisis humanitarias más complejas de la región.
En estas experiencias es donde uno siente el corazón latir más alto, donde uno lo encuentra y es capaz de responder la pregunta de Francisco, aun asombrándose uno mismo de la capacidad de albergar tanta emoción por cosas que pasan desapercibidas. Es donde encuentra su corazón acompañado por mucha gente que hace estas cosas posibles y un corazón que late por otros con la misma intensidad para mantenernos en pie. Es en estas cosas, y en otras tantas, que encontramos los motivos para la esperanza, una esperanza que a veces camina herida y con dudas, pero que nos mantiene en camino y nos permite seguir soñando en la misión.