Visita a los proyectos del JRS en Líbano

La semana pasada estuve visitando los proyectos del Servicio Jesuita a Refugiados en Líbano. Un país que con una población de algo más de 4 millones de habitantes acoge a más de un millón de personas refugiadas sirias que han ido llegando progresivamente desde que empezara la guerra en 2011 y que se suman a los más de 400.000 refugiados palestinos y de otros países que ya vivían allí antes. Estos datos le convierten en el país que más refugiados acoge en el mundo porcentualmente respecto a su población.

Por lo que pude ir escuchando a lo largo de la semana de los compañeros del JRS y otros testimonios, las personas refugiadas sirias tienen en su día a día problemas de integración. Líbano les ha acogido pero con carácter provisional en espera de que acabe la guerra en Siria. Las autoridades libanesas les permite trabajar legalmente en construcción y agricultura para tener algún medio de subsistencia y se están esforzando para conseguir la incorporación de menores refugiados al sistema educativo público libanés si bien este se encuentra colapsado y como consecuencia deja fuera a más de medio millón de menores.

En este escenario el JRS tiene proyectos en cuatro zonas del país: Byblos, Baalbek y los dos proyectos que tuve la posibilidad de visitar: Bourj Hammoud en Beirut y Bar Elias cerca de frontera con Siria.

La primera visita fue a Bourj Hammoud, un barrio muy humilde y multicultural de Beirut que ha acogido a muchas de las personas refugiadas sirias que han buscado una vida digna en la capital y donde tuve la oportunidad de conocer los tres proyectos que se llevan a cabo:

El primero es un proyecto de visitas a domicilio a familias sirias y que lo hacen trabajadores sociales sirios con los que tuve la oportunidad de hablar. El director de proyecto traducía la conversación y enseguida me di cuenta de uno de los problemas que los sirios tienen para integrarse en Líbano y es que generalmente no hablan ni inglés ni francés en un país donde solo 4 asignaturas en el colegio se imparten en árabe.

El segundo es un colegio de preescolar para niños de 3 a 6 años y con clases de apoyo a los menores que han accedido el sistema público libanés. Son niños y niñas que viven en ese entorno humilde, con condiciones de vida muy básicas y con problemas de integración en el barrio por su condición de refugiados. Sin embargo, veía como corrían, gritaban, jugaban, sonreían. Su realidad no es fácil pero entendí que esas horas en el colegio son fundamentales para que socialicen, aprendan y encuentren un espacio de convivencia y protección.

El tercero es un proyecto de centro social justo al lado del colegio donde hay proyectos como cursos de idiomas e informática, formación en oficios y grupos de apoyo a mujeres. Allí tuve la oportunidad de contar con los testimonios de dos mujeres iraquíes. Una de ellas se llama Ragua de 38 años, casada y con dos hijos. Nos contó que años atrás tenía una acomodada vida en el sur de Iraq. Ella era directora de banca y su marido tenía varios negocios. Todo iba bien hasta que empezaron a recibir llamadas de amenaza exigiéndoles que se convirtieran al islam o que se fueran. Un día alguien metió una carta por debajo de la puerta de su casa y con la consigna de marcharse o morir. Tres días después huyeron con lo puesto al kurdistán iraquí en el norte del país donde rehicieron su vida hasta que llegó el Estado Islámico y tuvieron que huir de nuevo para no ser asesinados. Tras cruzar Síria y ver la imposibilidad de vivir a causa de la guerra llegaron a Líbano como lugar de tránsito antes de alcanzar su objetivo: Europa, pero esto no llegó a ocurrir nunca porque nuestro continente cerró sus puertas. Ella y su familia quedaron atrapados en Beirut y se instalaron en el barrio de Bourj Hammoud donde conoció al Servicio Jesuita a Refugiados y gracias a ellos está haciendo un curso de peluquería para poder ganar algún dinero aunque los refugiados iraquíes no tienen permiso de trabajo. Nos dijo que estaba esperanzada y con ganas de seguir luchando, pero al pedirle que nos contara su testimonio y rememorar todo su periplo, no lo soportó y rompió a llorar. Me sorprendió la reacción inmediata de Simán, la trabajadora social del JRS que se levantó y acudió a ella para abrazarla. Durante dos largos minutos me quedé mudo, sin saber muy bien qué hacer ni decir, tan solo sintiendo muy de cerca el drama de las personas refugiadas y viendo al JRS en estado puro: acompañar, servir y defender.

Tras dos días visitando los proyectos de Bourj Hammoud visitamos durante otros dos días Bar Elias, una ciudad fronteriza con Siria con más población siria refugiada que locales libaneses y donde el Servicio Jesuita a Refugiados tiene tres colegios de educación formal adaptado al sistema público libanés.

Visitamos concretamente el colegio de Al Telyani situado en el corazón de un asentamiento de refugiados a 15 kilómetros de la frontera. El asentamiento se encuentra en una zona muy árida, con un clima de copiosas nevadas en invierno que en ocasiones hace vencer los tejados de las frágiles tiendas de lona en las que viven y un verano insoportable de más de 40 grados. En este escenario tienen difícil acceso a cualquier derecho como pueda ser los servicios sociales o la sanidad y con nulas posibilidades de integración.

En esas circunstancias lo normal sería que la educación fuera uno de los derechos al que los niños y niñas de este asentamiento no tendrían acceso, pero en mitad de esa realidad tan dura, en esa especie de tierra de nadie en la que esperan a que termine la guerra, se levanta una escuela del Servicio Jesuita a Refugiados. El tiempo que estuve allí vi un lugar de aprendizaje para estos menores pero también de juego y alegría en la que los profesores y profesoras se volcaban por hacer de la escuela un espacio de convivencia y normalización. Pese a la triple herida que han sufrido estos pequeños: la vivencia de la guerra, el trauma de la huida y el rechazo en el país que los acoge, volví a ver a niños y niñas corriendo, saltando, jugando, sonriendo.

Antes de volver a Beirut y terminar esta visita pude recorrer el entorno más inmediato del colegio con personal del JRS. Mientras me paseaba por ese asentamiento en mitad de la nada pensaba en cómo sería la vida de esos niños y niñas si no tuvieran la escuela. Preguntármelo me ayudaba a entender la increíble labor llena de humanidad que hace el Servicio Jesuita a Refugiados acompañando, sirviendo y defendiendo a esta población tan necesitada de ayuda y atención.

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